IMPUNIDAD EN LA NOCHE
Capítulo III (fragmento)
Por
Pedro Menchén
-Tiene una solvencia profesional demostrada
durante estos últimos años –le había dicho Ruiz, mientras paseaban por el Retiro
una suave mañana de otoño- y eso nos ha inducido a optar por usted, aunque sea,
como usted mismo dice, “un oficinista”. Pero eso es precisamente lo que
necesitamos: “un oficinista”, alguien sin experiencia. ¡Quién sabe! Tal vez le
interese incorporarse después al servicio activo y dejar las tareas
burocráticas. Reúne usted todavía buenas condiciones físicas. Por cierto, ¿qué
me dice de su experiencia en Bruselas?
-Bien,
es cierto que hice algún pequeño servicio en la Embajada, pero de aquello hace ya
mucho tiempo y…
La
pelota con la que jugaba Giner con unos chicos llegó hasta los mismos pies de
Santos. Ruiz la atrapó con habilidad y la devolvió con una enérgica patada.
-Solía
jugar al fútbol en mis buenos tiempos en un equipo de tercera –dijo-. ¿Le gusta
el fútbol?
-No
creo que me interese –dijo Santos-. Yo soy un hombre tranquilo y no me gustan
las emociones fuertes. Además, no entiendo de qué puede servir mi “solvencia
profesional”, si no tengo que hacer nada, excepto viajar y servir de cebo a… a
algún terrorista.
-Lo
expresa usted en términos muy duros. Digamos que su tarea consiste simplemente
en confundir al enemigo. Es como enviar certificado y con el sello de Top Secret un sobre vacío. Pero puede estar
seguro de que el sobre llegará sin novedad a su destinatario. Además, usted
mismo dijo que quería “cambiar de aires” o algo así, ¿no es eso lo que dijo
cuando solicitó su pase al Servicio Exterior?
-Sí,
eso es lo que dije. Pero solicité mi pase al Servicio Exterior, no al Servicio
Secreto.
-Pero,
querido amigo, su trabajo sólo consiste en…
-Sí,
sé muy bien en qué consiste, ya me lo han dicho varias veces, pero quiero que
entienda que yo no soy James Bond o algo así. No tengo vocación de agente secreto,
eso es todo. Y ahora, si no le importa, quisiera saber a qué hemos venido aquí.
-¡Naturalmente!
–exclamó Ruiz con una sonrisa untuosa. Giner apenas jugaba ya con los chicos y
les observaba desde lejos, mientras fumaba un cigarrillo. Había algo siniestro
en su mirada, en su simpleza y en su ropa oscura. “Es un matón, el que realiza
el trabajo sucio”, pensó Santos-. Bueno, tenía que darle unas últimas
instrucciones y este es el sitio perfecto: podemos tener la seguridad de que no
habrá micrófonos escondidos en las ramas de los árboles…
-Eso
supongo –dijo Santos con expresión sombría.
-Por
favor –dijo Ruiz quitándose las gafas y limpiándolas con el borde del jersey -,
¿qué pasa con su sentido del humor? Escúcheme: no hay nada de lo que usted se
imagina. El asunto es bien sencillo. Es exactamente lo que ya le he dicho.
Usted lo único que tiene que hacer es viajar. Irá a París como un simple
turista o como un viajante de comercio. Eso ya lo decidiremos. Hará una parada
en Bilbao, donde se encontrará con R. Pérez. Él le dará allí las últimas
instrucciones y juntos continuarán hasta París. ¡Eso es todo!
Sin
gafas, Ruiz parecía inofensivo, vulnerable. Santos casi sintió pena por él.
“Sin embargo, es él el que decide, el cerebro, y el otro la fuerza bruta, el
que ejecuta sus órdenes”, pensó.
-¿Quién
es ese Rupérez?
-R.
Pérez, no Rupérez. Uno de nuestros hombres en el País Vasco. Es su enlace. Él llevará la parte diplomática,
por así decirlo. Usted sólo figurará a título decorativo. Necesitábamos que
alguien hiciera de bulto en este trabajo y hemos pensado en usted…
-No
es muy halagador que digamos.
-No,
lo admito, pero sí bastante seguro.
-¿Y
qué más? Supongo que debo ignorar lo que se llevan entre manos, si me permite
la expresión.
-Le
permito la expresión. No creemos que sea conveniente para usted que sepa
demasiado. Le diré, de todas formas, aunque probablemente ya lo sabe, que tiene
algo que ver con ETA, el Gobierno francés y el GAV, ese Grupo Antiterrorista
Vasco. Ya sabe que han fracasado las últimas conversaciones entre el Gobierno
Español y ETA en Argel y que ahora se trata de hallar una solución con Francia
como intermediaria. No puedo decirle nada más. Si ha leído la prensa estos
últimos días habrá podido sacar algunas conclusiones.
-Le
decepcionaría mi ignorancia sobre el tema.
-Bien,
escuche: nadie sabrá que usted hace este viaje. Nadie debe saberlo, al menos,
hasta que llegue a Bilbao. Allí R. Pérez se pondrá en contacto con usted, luego
tomarán el Puerta del Sol y, ya en Francia, alguien hará acto de presencia,
alguien que suponemos les habrá ido siguiendo desde Bilbao. Pero será allí, en
Francia, donde la policía francesa, en colaboración con algunos agentes
secretos españoles, tomará cartas en el asunto. Y entonces su tarea habrá
acabado y usted podrá irse de vacaciones al Caribe con su hija. Tiene una hija,
¿verdad? Su esposa…
-Sí,
murió hace cinco meses –dijo Santos con un suspiro.
-Algo
así había oído –dijo Ruiz, incómodo consigo mismo por haber sacado el tema-. Lo
siento mucho. ¿Fue por eso por lo que se pasó al Servicio Exterior? –Santos no
respondió-. De acuerdo, entiendo… Desde luego, le vendrá bien un cambio de
aires.
Santos
siguió inmutable. No tenía ningún deseo de hablar del tema y menos aún con
desconocidos.
-Lo
siento –insistió Ruiz. Quiso añadir algo más, pero comprendió que cualquier
comentario sobre ese asunto sólo hubiera servido para empeorar las cosas.
El
balón con el que jugaban los chicos pasó rozando casi su mano.
-¡Penalti!
–gritó con un gesto tan infantil que Santos apenas pudo evitar una sonrisa-.
Bien, tal vez le convenga salir de la rutina. Además, tendrá la oportunidad de
conocer París, que es una ciudad muy hermosa.
-Conozco
París –dijo Santos lacónicamente.
-Sí,
claro… Está bien –dijo Ruiz con resignación-. Nos veremos antes del viaje.
-¿Qué
debo hacer mientras tanto?
-Nada.
Esperar. No lleve equipaje. Resulta siempre muy engorroso. Le proveerán de todo
en Bilbao. Conviene, sin embargo, que no olvide su pistola. No le hará falta,
por supuesto, pero con ella se sentirá más seguro.
-No.
Con ella me sentiré más inseguro. ¿Para qué necesito yo una pistola? Ya le he
dicho que no soy James Bond.
-Es
mejor estar preparados para cualquier contingencia, ¿no cree? Aunque de modo
eventual, es usted ahora un miembro de la Seguridad del Estado. Procure
quedarse en casa por si tenemos novedades. El pasaporte y las demás cosas se
las haré llegar en su momento. No tomará el tren aquí, en Madrid, sino en
Gascones, un pequeño pueblo de la sierra de Guadarrama.
-Ese
tren… ¿no será uno de esos modelos antiguos, como los de las películas, en los
que, cuando uno abre una litera, se encuentra con un cadáver?
-Temo
decepcionarle, amigo mío, pero se trata de un tren mucho más corriente, uno de
esos modelos actuales, que casi parecen autobuses. Y nada de literas. Debe
tener los ojos bien abiertos para ver quién entra o quién sale, quién hay
sentado al fondo, a su izquierda, y quién a su derecha, dos compartimentos más
allá… Le aconsejo, por tanto, que se sitúe junto a la puerta, al lado del
pasillo, para disponer de una mejor perspectiva.
-Creía
haber entendido que nadie iba a saber, hasta Bilbao, que yo hacía ese viaje.
-¡Naturalmente!
Pero conviene extremar las precauciones. A propósito, tendrá que ponerse una
barba postiza. Pero podrá quítesela al llegar a Gascones.
-¿Una
barba postiza? ¿Me puede decir a qué jugamos?
-Primero
tendrá que alquilar una habitación en un hotel de Atocha, el Carlos IV. Ese
hotel tiene dos salidas, una de ellas comunica con la cafetería, que da a la
calle de atrás del edificio. Pues bien, usted saldrá por esa calle cambiado de
ropa y con la barba postiza. Cerca de allí tomará un autobús…
-¿Y
por qué no el metro? En las películas de espías siempre hay alguna escena de
metro –dijo Santos con tono sarcástico.
-Escúcheme
con atención, por favor –dijo Ruiz sin alterar su rostro impasible-. Esto no es
una película. Es un tema muy serio. Tendrá que hacer exactamente lo que le digo
y cómo le digo o fracasará la operación. Quizá usted no entienda por qué hace
lo que hace, pero todo está reglado y estudiado y tiene un propósito. En alguna
parte del trayecto usted abandonará el autobús y tomará el metro. Sólo tendrá
que entrar por un sitio y salir por otro. Cerca de la salida habrá un coche que
yo mismo estacionaré allí un día antes. Aquí tiene las llaves. Irá en él hasta
Gascones.
-Muy
bien, pero ¿dónde me compro yo una…?
-Tenga
–Ruiz se sacó del bolsillo un pequeño envoltorio con el conocido anagrama de
unos grandes almacenes-. Aquí tiene la barba postiza.
Los dos hombres se dirigieron hacia la salida del parque. En la calle Alfonso XII Giner aguardaba a Ruiz junto a un coche negro. “No ha escuchado nada, pero parece que lo supiera todo”, pensó Santos al sorprender en sus ojos una mirada irónica. Ruiz bajó con cuidado los escalones. ¿Renqueaba o era artritis? ¿Pero cuántos años tenía? No más de cincuenta. Probablemente, una secuela de guerra o una herida de bala mal cicatrizada. A simple vista parecía un pobre hombre, sencillo, humilde. Sin embargo, controlaba la vida y el destino de un montón de gente. Se alejaron en sentidos opuestos sin despedirse formalmente. El viento arrancó de pronto algunas hojas secas y las esparció por el suelo, al tiempo que se ocultaba el sol detrás de una nube, entristeciendo el ambiente en el parque. Santos caminó hacia la Puerta de Alcalá en busca de un taxi.