CHAPEROS CON GLAMOUR

 

Por Pedro Menchén

 

Revista Odisea

Junio, 2000

 

 

Siempre he sentido verdadera fascinación por las prostitutas glamourosas y románticas de la historia de la literatura. Me parecían más humanas, más compasivas, más conmovedoras que los personajes femeninos de carácter supuestamente irreprochable. En muchos casos, la huella de dichas prostitutas es imborrable y los libros en que aparecen (Manon Lescaut, La dama de las camelias, Fortunata y Jacinta, Memorias del subsuelo, La romana, etc.) son clásicos. ¡Pero si hasta hay una prostituta famosa en el Nuevo Testamento: María Magdalena!

Tenemos también muchos ejemplos de personajes femeninos, y no sólo literarios, sino históricos o cinematográficos, que, sin dedicarse exclusivamente a la prostitución, son famosos por su vida apasionada, su frivolidad, su perversidad o sus infidelidades, como Mata Hari (¿qué era sino una prostituta de lujo?) y tantas otras. Pero ¿dónde están los prostitutos famosos, dónde están los chaperos, con glamour o sin él, que hayan dejado su huella en la historia de la literatura? No los hay. Sencillamente no existen.

Los prostitutos como tales han sido un tema tabú hasta muy recientemente, de modo que no se podía hablar ni escribir nada sobre ellos. Creo recordar que Quevedo hablaba de uno en El Buscón, pero ni siquiera llegaba a darle categoría de personaje. Y, naturalmente, lo situaba, junto a pícaros y delincuentes, cumpliendo condena en un calabozo.

Después, por supuesto, han surgido montones de libros donde se habla de chaperos. Luis Antonio de Villena contó la vida de uno portugués en una de sus últimas novelas, Fácil, y Mendicutti habla de chaperos en muchas de sus historias. El más interesante, creo yo, es Kyril, de Los novios búlgaros. Un chapero es el personaje de El gladiador de chueca, de Carlos Sanrune (pseudónimo, supongo) y otro, Richie, el narrador y protagonista de Los chicos de alquiler no lloran, de Richie McMullen (una novela, al parecer, bastante autobiográfica; al menos el autor y el narrador se llaman igual). Otro chapero, obviamente, es el personaje de Confidencias de un chapero, de P. Ulises. Flirtean con las prostitución masculina algunos personajes de David Leavitt o de Easton Ellis, y son prostitutos, aunque en otro contexto y en otras circunstancias muy distintas (terriblemente distintas), los personajes de La virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo. Y así, tantos y tantos. El tema es ineludible y casi insoslayable. Forma parte de nuestra realidad, como la prostitución femenina forma parte de la realidad heterosexual. Y todo lo que forma parte de la realidad es susceptible de ser convertido en literatura, evidentemente.

Sin embargo, parece ser que los chaperos tienen, o han tenido, peor prensa que las putas, e incluso peor prensa que sus colegas los gigolós, éstos, por lo que sea, dotados de mayor romanticismo que aquéllos. Y eso es así, creo, porque la prostitución masculina tradicionalmente ha carecido de un lugar donde ejercerla. Su espacio natural ha sido la calle, el pasaje oscuro o el parque, y muchas veces ha estado asociada a la delincuencia, a la droga o a algo aún peor: la corrupción de menores. Aparte de que la homosexualidad misma era ya delito y los prostitutos podían, de algún modo, practicar el chantaje.

Pero parece ser que las cosas han cambiado y que hoy ya hay una prostitución masculina mucho más profesionalizada (a juzgar por lo que leo en los anuncios de la prensa), que ofrece una total seguridad, higiene y comodidad a sus clientes. Aunque ese tipo de prostitución, ay, es menos literaria que la otra. Es más aséptica y más segura, sí, pero también mucho menos morbosa. Pues un prostituto que cobra con tarjeta de crédito y despide a su cliente en la puerta de un lujoso apartamento, con una sonrisa y una palmada en la espalda, cual médico de cabecera al finalizar la consulta con un paciente, no deja muchas posibilidades a la metáfora.

Por eso, los chaperos que más nos atraen e interesan (literariamente hablando) son los que provienen del lumpen, los que han padecido mucho en su infancia, los que han sido conflictivos (sin llegar a ser delincuentes), sufrieron alguna vejación o han tenido que huir de la miseria de sus casas. Suelen acampar en los rincones más sórdidos de la ciudad, son pillos y traviesos, y a veces hasta hacen de las suyas, pero no por ello dejan de ser unos pobres chicos, tristes y patéticos. Se creen muy machos y hablan mucho de sus inexistentes novias, pero en el fondo son tan homosexuales como sus clientes. Sueñan con enamorar a un viejo rico para heredar su fortuna y retirarse. Sueñan con triunfar en el cine y algunos hasta consiguen un papel en alguna película porno. Los hay que llegan también al mundo de la moda. Entonces todo les sonríe y se consideran triunfadores. Como aún son jóvenes y guapos, la vanidad les ciega y se creen los dueños del mundo.

Pero la belleza pasa pronto y como esos chicos no han aprendido ningún oficio, no han ahorrado ningún dinero y socialmente están al margen, el mundo poco a poco les va dando de lado y, cuando quieren darse cuenta, de triunfadores han pasado a convertirse en perdedores. Y es ahí donde radica su supuesto encanto (ya que no glamour): en que son unos perdedores. La buena literatura, como todo el mundo sabe, está llena de grandes perdedores.