DIEGO PRADO, EL VAGABUNDO DE LAS ESTRELLAS

 

Por Pedro Menchén

 

 

www.narrativabreve.com

23 de julio de 2020

 

 

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La novela corta no es un género muy popular, o no lo es en un sentido comercial. A menudo se trata del primer intento del autor neófito, pero no siempre. Muchos escritores consagrados, que ya obtuvieron éxito y fama con novelas largas, se enfrentan también, alguna vez, al reto de escribir una novela corta y consiguen pequeñas joyas literarias, trabajos breves pero intensos, en los que condensan lo mejor de sí mismos. Y es que en una novela corta no hay (o no puede haber) nada superfluo. Nada que sobre o que falte. Su estructura argumental tiene que estar bien medida y trabada para que el resultado sea una obra monolítica, sin fisuras, de una pieza. En la novela corta no caben la dispersión ni las ramificaciones gratuitas. La idea debe de ser clara y precisa. La intención inequívoca. Estamos ante un arte narrativo comprimido, acotado, con reglas muy estrictas, más ambicioso que el relato corto, aunque conscientemente inferior, o más modesto, que su hermana mayor, la novela larga, género para el que se requiere una capacidad de fabulación más proteica y donde ya no se respeta ninguna regla.

Muchas de las novelas cortas que leí a lo largo de mi vida me dejaron honda huella. Puedo recordar ahora algunos títulos: Lluvia, de Somerset Maugham, Carta de una desconocida, de Stefan Zweig, La estepa, o La dama del perrito, de Chéjov, El jugador, o El doble, de Dostoievski, El viejo y el mar, de Hemingway, La llamada de la selva, de Jack London, La sonata a Kreutzer, de Tolstói, Otra vuelta de tuerca, o Daisy Miller, de Henry James, La muerte en Venecia, de Thomas Mann, Reflejos en un ojo dorado, o La balada del café triste, de Carson McCullers, Crónica de una muerte anunciada, de García Márquez, Pedro Páramo, de Juan Rulfo, San Manuel Bueno, mártir, de Unamuno, Doña Berta, de Leopoldo Alas, Clarín, El hermoso verano, de Cesare Pavese, Los muchachos terribles, de Jean Cocteau, Desayuno en Tiffany’s, de Truman Capote, El extranjero de Albert Camus, Nanga Parbat de David Torres, La perla, de Steinbeck… La última novela corta que ha caído en mis manos, casi por azar, como siempre, se titula En algún lugar te espero, de Diego Prado, y no tengo el menor reparo en equipararla a las anteriores por su calidad literaria, su intensidad emotiva y su perfección formal.

Ya había leído otros libros de Diego Prado (Mahón, isla de Menorca, 1970), novelas y relatos también bastante notables, pero, por algún motivo, seguramente subjetivo, considero este último que acabo de leer (y el primero precisamente que publicó, allá por el año 2000) el mejor de todos. Aunque ahora lo presenta corregido y en edición digital. Yo no conocía la edición original en papel. El asunto argumental de En algún lugar te espero es muy sencillo y lo conocemos ya desde las primeras líneas: un hombre joven se halla en estado de coma en un hospital, después de haber sufrido un accidente de tráfico. Lleva así algún tiempo y los médicos no dan muchas esperanzas de que pueda recuperarse o de que se revierta el estado vegetativo en que se encuentra. Sin embargo, ese hombre, aunque no habla ni se mueve, aunque su cerebro, según el encefalograma que le han hecho, no registra actividad alguna, es consciente de todo, sabe lo que sucede a su alrededor, escucha las conversaciones de su madre con los otros miembros de su familia, observa a la enfermera que cuida de él, recuerda, piensa, siente, está vivo… Parece tener incluso el don de la ubicuidad o de la omnisciencia, ya que sabe lo que pasa en otros lugares, fuera del hospital, y reflexiona, analiza los actos de las personas que le importan o que tienen algún tipo de relación con él.

La situación de este personaje, cuyo nombre desconocemos, inmovilizado y clínicamente muerto, pero cuyo corazón sigue latiendo todavía con regularidad, que mantiene viva la conciencia en alguna región arcana de su ser y que logra, además, escapar de su cuerpo para desdoblarse o proyectarse en una realidad paralela, me ha traído a la memoria una novela de Jack London que leí hace tiempo, y que he vuelto a releer estos días, titulada El vagabundo de las estrellas, en la que un hombre joven, obligado a pasar varios días atado a una camisa de fuerza, en la soledad de un calabozo de la cárcel de San Quintín, California, decide, en un acto temerario de autosugestión, provocar su muerte temporal (o su hibernación, para ser más exactos), paralizando uno a uno todos sus órganos vitales, salvo el corazón, con objeto de liberarse del dolor y de la tortura a que es sometido y poder viajar, mientras tanto, libremente, hacia otros lugares y otras épocas, lo que recuerda un poco a La máquina del tiempo de H.G. Wells (publicada en 1895; la novela de Jack London fue escrita en 1913). Cada uno de esos personajes, pues, el de Diego Prado y el de Jack London, liberado de la respectiva cárcel de su cuerpo, se convierte, por así decirlo, en espectador o en protagonista reincidente de su propia vida, pasada o presente; no así futura. El personaje de Jack London da saltos en el tiempo y viaja a distintas épocas de su cadena biológica: desde la Francia del siglo XVI hasta la Norteamérica de los pioneros de finales del siglo XVIII o principios del XIX. El personaje de Diego Prado, por su parte, vive o revive escenas coetáneas de su propio momento histórico, desde su infancia hasta la edad adulta cuando sufre el accidente, aunque asiste también, como espectador, a alguna escena que ocurre posteriormente en algún lugar de la ciudad, mientras él (o su cuerpo) sigue inmovilizado e inerte en la cama del hospital. Hay que decir, no obstante, que ninguna de las dos novelas pertenece al género fantástico, nigromántico o paranormal ni pretende transmitir tampoco ningún mensaje de tipo religioso o espiritual. Teóricamente, son dos novelas realistas. A pesar de lo cual, sus autores parecen asumir con bastante naturalidad la posibilidad de que sus personajes puedan desdoblarse y transmigrar a una especie de realidad paralela, al menos, mientras sigan latiendo sus corazones… El final de dichos personajes, o el modo en que se resuelve la historia de cada uno de ellos, es también muy parecido, aunque por supuesto no voy a contarlo aquí.

Pero al margen de esas coincidencias, poco más tiene que ver un libro con el otro. En el de Jack London, se expone la crueldad y la violencia institucional que imperaba en las cárceles de Estados Unidos a principios del siglo XX, aunque el propósito último de su autor es exaltar y ponderar la capacidad de resistencia de un hombre en una situación límite. Vitalista irreductible, Jack London vuelve en este libro, como siempre, a hacer apología de los instintos básicos del hombre. En el libro de Diego Prado la situación social de su personaje se inserta en lo que podríamos llamar el Estado del Bienestar de la Europa occidental de finales del siglo XX, anterior a la crisis mundial provocada por el terrorismo yihadista con el atentado en Nueva York a las Torres Gemelas en 2001 y las guerras subsiguientes, cuyas secuelas todavía padecemos hoy en día. Aunque la historia de En algún lugar te espero transcurre, como decimos, un poco antes, durante aquel raro paréntesis, que hoy podríamos calificar de idílico, de finales del siglo XX, conocido como Estado del Bienestar, de cuyo sueño despertaríamos bruscamente con el mencionado atentado y la posterior crisis económica de 2008 (que se prolongaría prácticamente hasta la pandemia del Covid-19 en 2020). El personaje de dicha novela, además, es de clase media y no sufre injusticias ni violencia de ningún tipo, como le ocurre a Darrell Standing, el personaje de Jack London. Su mayor problema existencial, por lo que sabemos, fue tener que decidir qué carrera iba a estudiar en la universidad, y su mayor drama personal, ver cómo cortaban un chopo de su jardín y derribaban la antigua casa familiar para construir sobre el lugar un edificio de apartamentos. Y en cuanto al accidente de tráfico que le llevó al hospital, la culpa ni siquiera fue suya, sino de un amigo irresponsable que aceleró demasiado la velocidad, cuando regresaban a casa, al final de una noche de juerga. No podemos establecer, por tanto, ningún tipo de influencia, ilación o confluencia entre una obra y otra, ya que son totalmente distintas. El hecho de que los personajes de ambos libros acaben atrapados en las celdas selladas de sus cuerpos y encuentren, de un modo o de otro, la manera de liberarse de ellos para vagabundear por las estrellas… es algo enteramente casual.

Darrell Standing, el personaje de Jack London, relata sus experiencias de la cárcel y sus viajes en el tiempo en un diario. El libro que leemos, pues, es un texto que dejó escrito. El personaje de Diego Prado, sin embargo, no escribe nada ni pretende transmitir tampoco sus impresiones a nadie. Ni siquiera se dirige al lector. Él simplemente piensa, recuerda, revive experiencias, reflexiona, escucha, ve o siente lo que pasa a su alrededor… y el lector va conociendo así retazos de su vida, los recuerdos deshilachados de su infancia, sus filias y fobias, sus alegrías, sus ilusiones, sus esperanzas, sus pequeñas frustraciones, el cariño que sentía por su padre, muerto prematuramente, y la antipatía que siente por su madre o por un tío suyo, llegado de Francia, que pretende ocupar su lugar. Conocemos también la relación con la chica que amó (y que le amó) y entendemos, como entiende él, que finalmente, cuando su estado parece ya del todo irreversible, ella le abandone y se entregue sentimentalmente a otro hombre. Como entendemos que, a su vez, acabe enamorándose de la enfermera que contrató su madre para cuidarle, dado que ella no puede visitarle todos los días. Y que la enfermera, por lo visto, empiece a experimentar sentimientos parecidos hacia él…

Diego Prado nos cuenta en este libro una bella y emotiva historia, que nada tiene que ver, por cierto, aunque pudiera parecer lo contrario, con el asunto de la eutanasia, y lo hace con una prosa muy cuidada y precisa, sencilla, elegante, salpicada de sorprendentes metáforas. Casi podríamos hablar de prosa poética, si no fuera porque Prado rehúye el exhibicionismo artificioso o pedante y no se limita a escribir hermosas frases, sino que quiere, ante todo, contarnos una buena historia, y lo hace de un modo más que satisfactorio. Estamos ante un trabajo literario de altísimo nivel: una novela corta de gran intensidad emocional que merece ser equiparada, como dije al principio, por su perfección formal, a las mejores del género.