Pascual-Antonio Beño, un poeta maldito Por Pedro Menchén
26 de diciembre de 2018 La editorial Ars Poetica, de Oviedo, ha publicado recientemente el libro Poemas, obra lírica completa de un poeta manchego, muerto hace diez años, totalmente desconocido hasta ahora en España, llamado Pascual-Antonio Beño, y eso significa que estamos ante un acontecimiento literario de primer orden, ante un hecho extraordinariamente importante en el ámbito cultural de este país, aunque muchos todavía no se hayan dado cuenta. Pascual-Antonio Beño nació en 1932, en Manzanares (Ciudad Real), aunque pasó parte de su adolescencia en Madrid, donde su padre había instalado un negocio de ferretería y material eléctrico. Pero, por desgracia, éste murió bastante joven, cuando nuestro poeta tenía sólo 13 años, lo que le obligó a estudiar por libre el bachillerato y la carrera de Magisterio, mientras trabajaba, primero como botones, en un bufete de abogados, y, más tarde, como auxiliar administrativo en una empresa de materiales de la construcción. Trasladados él y su familia a Daimiel (Ciudad Real), de donde era la madre, y una vez acabada la carera de Magisterio, Beño ejerció como profesor en diversos pueblos de La Mancha: Herencia, Puerto Lápice, Daimiel, Belmonte, Tomelloso y Argamasilla de Alba, lugar donde estableció su residencia habitual, donde se casó y tuvo cuatro hijos (dos hembras y dos varones). En 1985, por motivos profesionales, se trasladó a Sevilla. Allí ejerció como funcionario del Museo Arqueológico y pasó ya el resto de su vida, hasta su muerte, en 2008, aunque solía volver siempre que podía a su casa de Argamasilla, sobre todo durante las vacaciones de verano, ya que sólo allí encontraba la tranquilidad y el ambiente adecuado para sus tareas literarias. El libro Poemas, obra lírica completa (un bello tomo de unas 400 páginas), recoge, como su nombre indica, todos los poemas publicados en vida por Beño, además de 33 inéditos que le mandó, a lo largo de los años, al autor de este artículo, alumno suyo en la infancia, discípulo y amigo personal, con quien mantuvo una intensa correspondencia durante casi cuarenta años. Además de poemas, Beño escribió también narrativa y teatro. Buena parte de su obra aún sigue inédita, ya que no consiguió publicarla. Y la poca que publicó fue, en buena parte, de carácter no venal, a sus expensas o a cargo de ayuntamientos, diputaciones provinciales o instituciones así, por lo que careció de la distribución, difusión y promoción necesarias para llegar al gran público. Beño murió en la desolación más absoluta, con el convencimiento de que había fracasado, de que todo su esfuerzo creativo había sido en vano y no había servido para nada. Estamos, pues, ante un poeta maldito. Maldito como lo fueron Baudelaire, Verlaine o Rimbaud en su momento, poetas que él tanto admiraba; poetas ignorados, despreciados, desdeñados, vilipendiados, rechazados en vida, pero admirados y reconocidos después, por las siguientes generaciones, mucho más sensibles y generosas; santificados incluso y convertidos en clásicos. Tal habrá de ser, sin duda, el destino inevitable de este poeta, llamado Pascual-Antonio Beño (¡recuerden bien su nombre!), que se creyó a sí mismo maldito: el de un clásico de la poesía española del siglo XX. Beño, como hemos dicho, vivió buena parte de su vida en pueblos pequeños de La Mancha. Sin embargo, su poesía es universal y no cae nunca en localismos o en provincianismos. Nuestro poeta habla y piensa siempre en nombre de la humanidad, del ser humano en general, un ser humano sin barreras ni fronteras, sin clases sociales, sin razas ni peculiaridades culturales de ningún tipo. Hay una gran similitud (seguramente casual; es decir, no intencionada) entre la poesía de Beño y la del norteamericano Walt Whitman, aun cuando cada uno de ellos conserve su propio estilo y personalidad. Beño y Whitman se parecen enormemente en su modo de ver al ser humano, en su sentido de la solidaridad, en su amor por el pueblo, en su empatía, en su bondad, en su panteísmo, en su hedonismo, en su vitalismo, en su sencillez. Beño es un poeta integral, un poeta nato, un poeta puro, porque nació fatalmente poeta y no podía evitarlo ni ser otra cosa. Sin embargo, no escribió nunca poesía pura, no quiso ser un poeta exquisito para minorías selectas. Él quiso llegar al corazón del pueblo, transmitir a la gente corriente, con sus versos, belleza y emoción estética, pero también empatía y solidaridad. En el prólogo de su Antología poética (2002) escribió: «Estoy en contra de la poesía almibarada, mimética, esclava de reglas métricas, sin naturalidad ni originalidad, y estoy en contra también de esa otra críptica, que nadie entiende, recargada y barroca, que muchos escriben en nombre de la experimentación y el vanguardismo, pero que está totalmente alejada del pueblo. He pretendido escribir de forma natural y sencilla, de manera que pueda llegar mi obra al mayor número de lectores, sin descuidar, eso sí, la belleza formal y esa musicalidad que tiene que poseer todo poema». La poesía de Beño, efectivamente, tiene «musicalidad», tiene ritmo, cadencia, suena bien. Cada poema suyo es como una canción, como un himno que uno desearía declamar o cantar en viva voz. La poesía de Beño está llena de vida y de pasión, pero a veces, también, de tristeza y de angustia existencialista. Es dolorosamente humana. Hay algo en ella que te conmueve, que te llega al corazón, que se enquista en la fibra más sensible de tu ser. Ningún verso de Beño es superfluo. El poeta no escribía por escribir. Su intención no era solo unir palabras para crear bellas imágenes o sorprendentes metáforas, sino transmitir alguna idea, algún sentimiento, alguna emoción. Cada uno de sus versos está compuesto por palabras necesarias, imprescindibles, dotada cada una de ellas de honda significación. Cada uno de sus poemas plantea un tema específico, una cuestión, un asunto que le preocupa, que le tortura o que le hiere. Algo que le emociona, que añora, que desea. O algo que considera trascendente. Después de presentar el tema, lo argumenta, lo desarrolla en sentido metafórico y, finalmente, lo deja ahí, a disposición del lector para que éste se implique emocionalmente, piense, sienta, pelee dialécticamente con sus propios sentimientos y decida por sí mismo cómo enfocarlo, cómo enfrentarse a él. La mayoría de los poetas están obsesionados con uno o dos temas. Casi siempre, suele ser el amor (o el desamor), la soledad… Beño también, pero además de esos temas, le interesan muchos otros, ajenos a su propia persona. Cada uno de sus poemas tiene un propósito y una razón de ser. Así, por ejemplo, le dedica un poema a cada una de las partes del cuerpo humano (tanto del hombre como de la mujer), desde el pene hasta la vagina, pasando por el cerebro, el corazón, las manos, el culo, la cintura, los senos, el esqueleto... Beño habla mucho del deseo, del carpe diem. Son cosas que le obsesionan, que le afectan personalmente. Pero también habla de cosas más diversas, que le atañen a otros, como del embarazo y el aborto de una mujer, habla de los suicidas, de los enfermos de sida, de la muerte de un chico en un accidente de tráfico, del impacto que le produce a un niño una imagen en la televisión, del aburrimiento, del desamor, de la soledad de una muchacha inmigrante en París, de la violencia, de la música, de la masturbación, del racismo, de las guerras, de Jesucristo, de los mendigos, de Penélope y de Ulises, de Aquiles y Patroclo, de Alejandro y Hefestión, de Miguel Angel y Tommaso Cavalieri, de Oscar Wilde y Lord Alfred Douglas, de Verlaine y Rimbaud, de una prostituta de la calle, de un surfista, de un chapero, de un joven antropólogo, de un travesti, de un yonki, de un enfermo de cáncer, de un parado, de un delincuente, de un preso, de un ahogado hallado en una playa, de una niña con síndrome de Down, de una mujer con Alzheimer, de los conductores que mueren en la carretera, de un grupo de jóvenes yankis bañándose en una playa de Florida, de Sodoma, de los Reyes Magos, de la lluvia, de la corrupción en el sepulcro, de Valdés Leal, de Leonardo, de Cernuda, de Luis II de Baviera, de su madre, de Antinoo, de los vilanos, de la cardencha, del llanto de un niño y hasta del momento imaginado de su propia muerte. Todo eso: la variedad increíble de sus intereses temáticos, la fuerza expresiva de su verbo, la plasticidad de sus imágenes, el ritmo y musicalidad de sus versos, la pasión que alienta cada una de sus palabras, hacen de Beño un gran poeta, uno de esos poetas que, como Walt Whitman, van más allá de la poesía. Ambos son casi idénticos en ese aspecto. Ambos tienen un corazón tan grande, tanta bondad y tanta empatía, que sólo pueden ver y entender el mundo poniéndose en el lugar del otro. Su propio punto de vista no les satisface. Su mirada tiende hacia lo poliédrico, hacia lo universal. El género de la lírica o cualquier otro género literario se les queda pequeño para transmitir tanta pasión, por eso lo desbordan. Beño, como Whitman, acaba convirtiéndose, sin él mismo ser consciente de ello, quizá, en un filósofo del amor. La poesía, para él, no es tanto un fin como un medio para alcanzar el ideal humano de la belleza, la solidaridad, la fraternidad y hasta la inmortalidad. Por eso, cuando lees uno de sus poemas no tienes la sensación de estar leyendo un poema, sino algo más, mucho más. Tienes la sensación de estar ante uno de esos hombres extraordinarios que honran la condición humana. |