“MIS VIAJES CON DAVID A. WHITE”

Por Pedro Menchén



(Capítulo)



UNA VEZ EN CHICAGO…



21 de mayo, viernes



Iván decidió finalmente que nos llevaría a Granada, pero con la condición de que le paguemos 40 euros cada uno por la gasolina, además de la comida y las bebidas. Nos ha reservado una habitación en un hostal, el Atenas, en la Gran Vía de Colón, donde ya estuvo él una vez cuando trabajaba como agente comercial.

Salimos de Benidorm sobre las 10 de la mañana. Paramos a mitad de camino para tomar café en un cutre bar de carretera, donde tanto la puerta como las ventanas tienen rejas. Los clientes parecen camioneros y gente así, pero también hay dos hombres gays tomando algo en compañía de un chico rumano, probablemente un chapero.

–Odio las rejas –le digo a David–. Me da la sensación de estar en una cárcel. Seguro que en USA los bares no tienen rejas.

–Claro que las tienen –dice él.

–¡Ah!, ¿sí? Pues yo no las veo en las películas, y hay muy pocas en las que no salga un bar de carretera.

–No te fíes de lo que ves en las películas.

Iván dice que está dispuesto a llevarnos hasta Sevilla si le pagamos también el alojamiento en Granada y le damos 30 euros más. El viaje en tren desde Granda hasta Sevilla son 17 euros, pero si nos lleva él nos ahorraremos los taxis, además de la molestia de esperar en la estación y todo eso. Nos parece bien. Así que llama al Atenas y pide que la habitación sea triple, en vez de doble.

Llegamos a Granada sobre las tres de la tarde. El hostal ocupa un edificio de estilo modernista y parece bonito desde fuera. Los pasillos también, pero nuestra habitación es interior y ni siquiera tiene WC, sólo ducha en un pequeño cubículo sin ventilación. Las paredes están sucias y las camas tienen las colchas tan raídas por el uso que en algunos sitios la tela se transparenta o incluso está rota. Es todo tan deprimente que no quiero quedarme. Pero David asegura que ha conocido sitios peores (“Una vez en Chicago…”) Iván asegura que su habitación era mucho mejor cuando se alojó aquí la otra vez. Puede que ésta sea la única habitación que tenían de tres camas. El caso es que nos quedamos.

Iván nos lleva a comer a un restaurante cercano, muy barato, aunque aceptable, frecuentado por obreros y estudiantes, y después damos un paseo por la ciudad.

En la carrera del Darro tomamos un autobús que nos lleva hasta El Albaicín y el mirador de San Nicolás para ver las famosas vistas de la Alhambra con la sierra Nevada al fondo. Hay mucha gente por allí aguardando el momento de la puesta del sol, cuando la Alhambra adquiere ese tono rosado tan característico. “Aquí estuvo Bill Clinton”, le digo a David. “Aseguró que era la vista más hermosa que había visto en su vida”. Yo no creo que sea para tanto. Está bien, pero seguro que las hay mejores. Hacemos fotos y damos un pequeño paseo en torno a la iglesia de San Nicolás. Pero David sencillamente no puede subir y bajar tanto desniveles, así que decidimos regresar en el autobús. Antes de eso, sin embargo, entramos en la Mezquita principal de Granada, desde cuyo patio se ve también una hermosa panorámica de la Alhambra. Varios chicos árabes nos observan y yo bromeo con David, en voz baja, sobre el hecho de que él es americano y los árabes son ahora (con motivo de la Guerra de Irak) enemigos declarados suyos… El viaje en autobús, siempre cuesta abajo, es bastante interesante, pero también muy traqueteante. Nos quedamos cerca de la catedral y caminamos por las calles y plazas adyacentes. La ciudad está llena de gente joven y alegre por todas partes.

Cenamos en un restaurante turco de la Puerta Real de España. ¡Qué curioso! De pronto me doy cuenta de que ese restaurante turco era antes un café, el mismo café donde me reuní con Pedro Enríquez durante mi anterior viaje a Granda, en 1998, creo. Fue aquí donde me hizo una foto que publicó la revista Ficciones.

Después de la cena, David y yo damos un paseo y aguardamos a Iván en un bar. Ha ido a buscar su coche para llevarnos al centro cultural donde Pedro Enríquez me citó a las 22:00. Pero Iván tarda demasiado en llegar. No sé qué pasa. Le llamo por teléfono. Dice que ya está aquí, pero no llega. Aparece por fin a las 22:30. Yo estoy preocupado. No me gusta llegar tarde a ningún evento. Y ahora tenemos el problema de localizar la calle del Pintor López Mezquita, donde se celebra no sé qué acto. David e Iván miran en un mapa, discuten sobre el sitio en que nos hallamos, sin ponerse de acuerdo. Nos perdemos varias veces y, al final, son las 23:00 cuando llegamos a una calle donde vemos un cartel que anuncia un recital de poesía. Sí, es aquí. Entramos en el local y no hay nadie. El recital de poesía, efectivamente, es a las 22:00, pero aún no ha empezado ni ha llegado nadie, aunque son las 23:00. ¡Y nosotros preocupados porque llegábamos tarde! ¡Claro, me olvidé de que estamos en Andalucía!

Pedro Enríquez y otros poetas están de camino, nos dicen. Fueron a un pueblo a hacer no sé qué y todavía no han llegado.

–We’re late, but we’re early –le digo a David con sorna.

Así que tenemos que esperar, pero para él es ya demasiado tarde. Le gusta acostarse a las once de la noche, más o menos. Iván también quiere dormir, ya que mañana debe madrugar para regresar a Alicante (todavía no está seguro de ir con nosotros a Sevilla).

–Bueno –propongo–, esperemos a que llegue Pedro Enríquez para saludarle y luego nos vamos.

Éste llega sobre las 23:30, cuando el salón de actos empieza a animarse. Me saluda muy afectuosamente y me presenta a sus amigos. Yo le presento a los míos.

–Nos gustaría oír el recital de poesía –le digo–, pero se nos ha hecho demasiado tarde y debemos regresar al hotel.

Los saludos iniciales se convierten, pues, en despedidas.

De regreso al hotel, bromeo con Iván mientras David está en el baño.

–Bueno –le digo–, ¿qué tal si te lo montas conmigo, ahora que David está ausente?

–Cuarenta euros –contesta él–. Sólo me dejo por cuarenta euros.

–De eso nada. Tiene que ser gratis.

–No. Hoy no estoy para nada.

–Pues tú te lo pierdes.

–Si acaso, lo haría con el americano, no contigo. Él es amable y se lo merece. Pero por cuarenta euros.

–Vale, móntatelo con él –digo–. ¿Cuarenta euros?

En ese momento llega David. Quiere saber de qué estamos hablando. Pero Iván no está totalmente decidido a hacerse una chapa con él, así que no le traduzco la conversación.

Mi cama es horrible, espantosa. Al tumbarme sobre ella se me clavan los muelles sueltos en la espalda. Estos han cedido tanto por el uso y están tan aplastados, que se chocan los extremos entre sí. Podría decirse, con propiedad, que no hay colchón sino un amasijo de hierros sueltos, un verdadero suplicio para mi espalda. El colchón de la cama de Iván, sin embargo, es de espuma, así que le cambio mi cama por la suya. Es justo lo que él quería al principio, ya que desde la ventana del patio puede verle la pierna a una chica del piso superior o algo así. Pero ahora se ha arrepentido. Ya no quiere cambiarse. Exige que me vaya de su cama y vuelva a la mía, pero yo no me muevo. Antes que dormir en esa cama, le digo, prefiero irme del hotel. Menos mal que Iván cede finalmente y se queda en mi cama. Él es joven y podrá soportarlo, pero yo no. Además, la culpa es suya por traernos a este hotel. De verdad que es horrible, tercermundista. Me meto entre las sábanas con asco. El aire que viene del patio huele a humedad, a tristeza, a miseria. Apagamos la luz.

Pasa casi una hora y no consigo dormirme. Por la respiración de Iván, adivino que él tampoco duerme. Pero David ronca, así que ya está dormido.