PERDIDO EN EL ATLÁNTICO

Capítulo I (fragmento)

 

Por Pedro Menchén

 

 

            Mi padre desapareció de mi vida cuando yo tenía cuatro o cinco años. No lo sé exactamente. Sólo sé que durante un tiempo tuve padre y luego ya no lo tuve. Lo recuerdo muy alto. Joven,  alegre, jugando con una pelota en la parte trasera de la casa. Recuerdo que un día golpeó con la pelota en la pared recién pintada y que la manchó de blanco. Mi madre comenzó a gritarle, furiosa, desde una ventana y él arrojó la pelota al sótano con un gesto impotente.

            Después, mi padre ya no estaba allí. Cuando quise darme cuenta, se había ido. Pasó mucho tiempo (uno o dos años quizá) hasta que regresó, acompañado por una mujer rubia,  al parecer, su nueva esposa. Mi padre quiso que subiera con ellos en el coche para darme una vuelta, pero mi madre no se lo permitió. Dijo que volvería más tarde a buscarme, pero mi madre nos llevó al cine, a mí y a mi abuela y, cuando regresamos, por la noche, él no estaba esperándome, como supuse que haría. Confié en que volvería a verle al día siguiente, pero ya no se presentó más en casa y, al final, me olvidé de él.

            Cuando fui a la escuela, los demás muchachos tenían papá, excepto yo y no sabía por qué. Mi mamá decía que no estaba en casa porque era un egoísta y un irresponsable, un perezoso y un holgazán, uno de esos tipos que se preocupan más de divertirse que de cuidar de su familia y, si yo no andaba con cuidado, al final acabaría siendo como él. Durante mi infancia creí que mi padre era un hombre malo y que yo acabaría siendo exactamente igual que él, si no hacía lo que me decía mi mamá.

            Yo quería mucho a mi mamá. Ella cuidaba de mí cuando estaba enfermo y todas esas cosas. Aunque, en realidad, como ella tenía que irse a trabajar, era mi abuela la que cuidaba de mí. Mi abuela lo hacía siempre con ternura y con cariño, mientras que mi mamá, sin saber por qué, me trataba con brusquedad e impaciencia y siempre estaba de malhumor.

            Luego las cosas cambiaron durante mi adolescencia. Mi abuela ya había muerto y yo empecé a observar la vida de otro modo. Empecé a pensar por mí mismo y a tener mi propio criterio. Yo quería escapar, descubrir el mundo, pero mi madre intentaba someterme con nuevas exigencias. Naturalmente, hubo conflictos entre nosotros y, cuando peleábamos, siempre me decía: “Eres igual que tu padre. No puedes evitarlo”.

            Cuando era niño esas cosas me afectaban mucho, pero ahora yo me daba cuenta de que ella intentaba manipularme y me preguntaba hasta qué punto habría manipulado también a mi padre. No era fácil para mí vivir con ella y comprendía que no debió ser fácil tampoco para mi padre.

            Tenía diecisiete años cuando decidí ponerme en contacto con mi padre. Necesitaba conocer mis orígenes, saber de dónde y de quien había venido para estar seguro de mi propia identidad. A través de mi otra abuela, qla cual vivía en Port Lavaca, Texas, conseguí su dirección y le escribí. Él me respondió e iniciamos una correspondencia de la que no tuvo conocimiento mi madre.

            En la primera carta que le escribí a mi padre le dije que le perdonaba todo lo que me había hecho a mí, pero no lo que le había hecho a mi madre. Ahora lamento haber escrito aquellas palabras, ya que eran completamente equivocadas. Abandonarme, no enviar dinero para mi alimentación, etc. eran cosas imperdonables y debía acusarle de ellas, pero lo que le dije sobre mi madre fue sólo por lealtad hacia ella, ya que ignoro en realidad el daño que él le hizo ni lo que pasoó entre los dos o quien tuvo la culpa de su separación.

            El caso es que continuamos con nuestra correspondencia y yo siempre me alegré de tener noticias suyas. Aquel día de 1966, cuando volví a verlo, después de casi veinte años, le confesé a mi madre que habíamos estado escribiéndonos y ella se enfadó muchísimo conmigo y me acusó de deslealtad. El reencuentro entre ellos fue muy enojoso y creo que hubiera sido mejor que nos citáramos nosotros dos en otro lugar. Ella no paró de zaherirle con sarcasmos y él no dejó en ningún momento de mostrarse arrogante. Lo disculpo a él, ya que fue ella la que empezó a provocarle.

            A veces me he preguntado cómo hubiera sido mi vida si mis padres no se hubieran divorciado. Mis hermanos dicen que Billy, mi padre, era un buen hombre y no tienen ningún recuerdo negativo o desagradable de su persona. Pero, pensándolo bien, tal vez haya sido mejor que mi madre y él se separaran. A decir verdad, me gusto a mí mismo y me siento contento de ser como soy. Quiero decir que, si hubiera tenido un padre mientras crecía, mis experiencias habrían sido distintas, no sé si mejores o peores, pero distintas, y yo no sería ahora exactamente como soy, sino una persona distinta.

            Mi madre era de origen alemán. Quiero decir que sus antepasados eran alemanes, aunque ella nació y vivió siempre en Louisville, Kentucky. Los antepasados de mi padre, sin embargo, fueron ingleses e irlandeses. Vivían en Estados Unidos desde antes de la Guerra de la Independencia. Se asentaron en el sur: Virginia, Tennesseee, Mississippi y Texas. Mi padre nació en Petronila (Texas), que es una refinería de petróleo, cerca de Corpus Christi, pero creció en Port Lavaca, un pueblo de la costa del Golfo de México, entre Houston y Corpus Christi. Trabajaba en el campo y era de clase baja, mientras que mi madre era urbana y de clase media. Siempre me he preguntado cómo es posible que se conocieran dos personas tan diferentes. La respuesta está en la Segunda Guerra Mundial. Mi padre, como todos los hombres de su edad, se había alistado en el ejército y se hallaba en Fort Knox, a unas treinta millas al sur de Louisville, esperando que lo enviaran al frente. Era primavera y los Estados Unidos no entraron en la guerra hasta diciembre de 1941. Mientras tanto, mi madre colaboraba como voluntaria en un club para militares organizado por un grupo de iglesias protestantes. Eso dio lugar a que se conocieran, se enamoraran y se casaran.

            En realidad, mi padre no estuvo en Fort Knox, como yo creí al principio. Estaba en Bowman Field, que era entonces el Aeropuerto Comercial de Louisville, donde había también un destacamento de la Fuerza Aérea (llamada entonces Cuerpo Aéreo del Ejército) y en el que mi padre aprendió a volar. Lo cierto es que había muchos militares en Louisville desde principios de 1941 y que se abrió un Club de Servicio en el centro de la ciudad, cerca de la Estación de Autobuses. Necesitaban mujeres jóvenes como voluntarias para hablar con los chicos, bailar con ellos, comer con ellos y todo ese tipo de cosas. La gente tenía un sentimiento patriótico muy fuerte durante aquellos días y los soldados eran sencillamente nuestros héroes. Cada familia se sentía muy orgullosa de tener un hijo soldado. Pasar el tiempo con los soldados o los marines, haciéndoles compañía, no se consideraba indecente, sino todo lo contrario. Mi madre iba al Club de Servicio dos o tres noches por semana. Hablaba con los chicos e, incluso, salió con alguno de ellos, sin que profundizaran en sus relaciones. Hasta que conoció a Billy, mi padre, y se enamoró de él. Billy tenía 19 años y Sue, mi madre, 22. En aquella época esa diferencia de edad entre un hombre y una mujer podía ser decisiva, así que él la engañó y le dijo que tenía 23 años. Billy era un chico del sur, alto, fuerte y atractivo, con mucho aplomo y una gran personalidad. A ella, desde luego, le pareció distinto de los demás chicos y se interesó enseguida por él. Ignoro cuánto tiempo duró su compromiso, pero sí sé que, mientras tanto, mi padre iba de acá para allá con los aviones de suministro y que, finalmente, mi madre y él se casaron el 4 de julio de 1942 en la iglesia baptista de Port Lavaca.

            Durante la guerra mi padre estuvo dentro y fuera de los Estados Unidos, dedicado a los aviones de suministro. Después de Bowman Field, lo destinaron a Love Field y luego a Dallas. Cuando acabó la guerra, mi padre dejó el ejército y volvió a trabajar en una finca agrícola, cerca de Brownsville, al sur de Texas. Le habían dado una casa y allá nos trasladamos mi madre y yo (que ya tenía unos tres o cuatro años) para vivir con mi padre. Pero cuando mi madre vio la casa, se plantó en medio del salón y dijo que ella no estaba dispuesta a vivir en un lugar semejante. No sé exactamente lo qué pasó. El caso es que mi madre y yo regresamos a Louisville, donde seguimos viviendo con mi abuela, en la vieja casa de madera comprada, en una subasta, por mi abuelo Edward Schoedinger cuando mi madre aún era una niña. Mi padre nos siguió hasta allí poco después y trató de encontrar trabajo, pero al parecer no tuvo éxito y regresó a Texas. Se divorciaron y, aparte de aquel día en que nos visitó con aquella mujer rubia, yo no volví a verle durante casi veinte años. Mi madre siempre decía que ella tenía la razón. Pero yo pienso que, si dejó escapar a mi padre, fue porque no lo amó verdaderamente.