Por Pedro Menchén
Revista Aldaba
(Argamasilla de Alba)
5 de junio de 1998
Decía Borges a
propósito de Oscar Wilde que, fundamentalmente, lo que diferencia a unos
autores de otros es el encanto. Hay autores que lo tienen y otros que no lo
tienen. Oscar Wilde, según Borges, lo tuvo siempre, tanto en los momentos de
éxito como en los del deshonor y el fracaso. Incluso, según el autor argentino,
en su patética muerte mostró Oscar Wilde aquel irresistible encanto.
Desde luego, no puede negarse que,
como en la vida cotidiana, en la literatura hay personas dotadas de un cierto
poder de seducción, de un halo especial o, si queremos utilizar un término muy
español, eso que Umbral definiría en un ensayo a propósito del mismo Lorca,
como “duende”.
No debe, sin embargo, confundirse el
carisma con el encanto o el duende. Hay autores de un carisma y una
personalidad tan poderosa que saben seducir a la gente y pasan a convertirse
con una tremenda facilidad en personajes públicos. Son esa clase de autores que
están siempre en todos los acontecimientos y en todos los debates. Pueden
hablar de jazz lo mismo que de cine, de pintura lo mismo que de filosofía o de
teatro, además de literatura, por supuesto. Lo saben todo y su opinión siempre
es requerida ante cualquier evento. Hasta tal punto son brillantes su persona y
su currículum, que la gente cree que también es brillante e importante su obra,
lo que no siempre es cierto. Cuando dicho autor muere, ya sólo queda la obra,
una obra desnuda, sin adherencias ni aureolas, y puede que todo el atractivo
que se le atribuía se desinfle y quede a la luz simplemente lo que era: tal vez
una obra prosaica y corriente.
Hay, por otro lado, autores
mediocres que, por una cierta circunstancia social o coyuntural (un premio
literario de prestigio concedido por motivos políticos más que literarios, una
moda literaria, el glamour de una vida poco convencional, etc.) pueden
convertirse en símbolos de adoración y admiración, llevando a muchos a
sobrevalorar su obra.
Todo esto puede ocurrir, pero
también puede ocurrir (quizá una vez en un siglo) que haya autores con encanto,
con duende, con poder de seducción, no sólo en lo público sino también en lo
privado y en lo artístico, y que, además, tengan una muerte trágica, una de
esas muertes oportunas en el sentido histórico, una muerte en la que, por
circunstancias excepcionales, están puestos todos los ojos del mundo, de modo
que el autor pase, sin pretenderlo, a convertirse de pronto y por motivos
extraliterarios, en un mártir, o en lo que es lo mismo, un símbolo de un país,
de una cultura, de una ideología o de una estética. Pues bien, Lorca es uno de
esos autores. Coinciden y confluyen en él la calidad de su obra (y no sólo la
calidad, sino incluso la genialidad) con el irresistible encanto de su persona,
corroborado cientos de veces por todos aquellos que le conocieron y le trataron
(encanto que parece perpetuarse después de su muerte), coinciden y confluyen en
él acontecimientos tan terribles como la Segunda República y la Guerra Civil
españolas, acontecimientos que conmocionaron a la clase intelectual del mundo
entero; si consideramos además su condición de homosexual y su condición de
izquierdista republicano, en una época y en un país en el que ser una sola de
esas cosas era peligroso y ser las dos juntas casi mortal (le mataron por
“maricón y por rojo”), entonces tendremos servido al mito; es decir: Federico
García Lorca.